Él no se lo pensó mucho y dijo: Quiero un perro, como el de “scotex”. Él siempre quiso tener hermanos o mascotas, en una palabra, compañía para compartir juegos y secretos cuando se cerraba la puerta de casa y los amigos y primos se quedaban fuera.
Accedimos, porque estábamos convencidos de que alguna asignatura le quedaría para septiembre, pero mientras, el niño se esforzaría en aprobar.
La sorpresa que nos llevamos fue mayúscula cuando en junio aprobó todas las asignaturas. Así que, inmediatamente nos pusimos a buscar el labrador que le habíamos prometido.
Aquel mismo día vimos un anuncio de un particular cuya perra acababa de parir 11 cachorros. Hablamos con el dueño y, al día siguiente fuimos a La Garriga, población de la provincia de Barcelona, a conocer a la madre y a los pequeños.
La mamá era una preciosa labrador color canela y el padre un labrador color blanco. Once “ratitas” casi ciegas andaban a duras penas por aquel patio. Cabían en la palma de la mano. Elegimos un macho y le dejamos allí para que se alimentara de la madre durante 2 meses.
Pasados estos 2 meses, el dueño del padre (hijo de la dueña de la madre), se llevó a nuestro cachorro a Barcelona, donde vivía. Mi hijo y yo preparamos el coche cubriendo el asiento trasero con un plástico, por si había algún incidente, y una toalla. Recogimos al cachorro y nos fuimos a casa con el nuevo miembro de nuestra familia.
¿Cómo le llamaremos? Y, por el camino, mi hijo y yo empezamos a barajar nombres. Como no llegábamos a nada, le propuse a mi hijo que le llamáramos como a lo que más le gustara en el mundo. Él pensó unos instantes y, resuelto dijo: Coky. Lo que más me gusta es beber Coky. (Así le llamaba él, por entonces, a la Coca-Cola.)
Así que Coky, que aquella noche durmió en una caja de zapatos, se llamó así hasta el día de su muerte, cuando era un perro grande y lustroso que necesitaba una cama enorme para dormir.
Coky fue uno más de la familia desde el día que llegó a casa. En mi niñez y adolescencia siempre estuve rodeada de perros, pero Coky fue alguien muy especial. Realmente especial e irrepetible.
El 23 de Noviembre de aquel año falleció mi padre y estuve dos días fuera de casa. Mi hijo estuvo al cuidado de unos amigos y a Coky le daban de comer y le sacaban a pasear los guardeses de la urbanización, matrimonio maravilloso del que conservamos una gran amistad.
Cuando llegué a casa, Coky corrió a la puerta a recibirme. Sin embargo no saltó, como hacía siempre. Me miró, me olfateó, metió el rabo entre las piernas y me siguió. Le acaricié y le di un beso, como siempre, y me senté en un sillón. Coky no reclamó mi atención, ni me acercó ninguno de los juguetes que estaban allí esparcidos. Simplemente se echó en el suelo, a mi lado, y puso su cabeza sobre mis pies.
Allí estuvo sin moverse durante un buen tato. Me levanté para ir al cuarto de baño y él me siguió. Cuando salí lo encontré sentado junto a la puerta. Me dirigí a mi cuarto y me tumbé en la cama. Coky, subido sobre sus patas traseras pedía que le subiera a a la cama. Lo hice y se acurrucó a mi lado. Al rato me dormí. Cuando desperté, Coky seguía allí, quieto, en la misma posición. Cocky sabía que algo malo sucedía, me notó mal y decidió no dejarme en ningún momento.
Iba a llegar mi niño del colegio, así es que fui a la cocina a prepararle la merienda y a empezar a preparar la cena para distraerme. Cocky se tumbó en la cocina sin dejar de mirarme.
Cuando llegó mi hijo quiso jugar con el perro, le lanzaba su pelota, pero Coky iba hasta allí, olía la pelota y la dejaba en el suelo para volver a la cocina.
Intenté no llorar delante del niño, pues le había explicado la muerte de su abuelo de la manera menos traumática posible, diciéndole que yo no estaba triste porque ahora el abuelo ya no sufría y era un ángel que nos protegía.
Coky no me dejó ni un instante hasta que, después de cenar, mi marido y yo nos metimos en la cama. Parece que, al verme acompañada, se quedó tranquilo y se fue a dormir a su cama.
Entonces sólo tenía 5 meses, pero Coky nos dio infinitas muestras de afecto, de alegría, de cariño y de fidelidad durante toda su vida. Llegabas a casa enfadada, pero él te sacaba una sonrisa y una caricia que te hacía olvidar un mal día.. Si no aceptabas sus juegos, no se enfadaba, sino que esperaba pacientemente a que, cuando te sintieras mejor, le regalaras una caricia. ¿Qué amigo hace eso? Sólo un buen perro. Los humanos tenemos demasiado orgullo y no soportamos sentirnos despreciados.
Coky estuvo con nosotros hasta que cumplió 14 años. Siempre fue un perro sano y fuerte, pero de la vejez no se escapa nadie. Dejó de comer, apenas se podía mover y llegó a no dominar sus esfínteres.
El veterinario nos aconsejó que lo sacrificáramos y, tras pensarlo mucho y, con todo el dolor de nuestro corazón, decidimos poner fin a su vida.
Era sábado por la mañana. Coky acababa de cumplir los 14 años. Sin desayunar, como si quisiéramos que todo terminara lo antes posible, llamamos a Coky. Él no se resistio, casi arrastrándose vino hacia nosotros y bajó la cabeza con resignación para que le pusiéramos la correa.
Creo que él sabía lo que ocurría, pues mi marido y yo apenas hablábamos y por mis mejillas resbalaban lágrimas silenciosas.
Subimos la cuesta, cual monte Calvario y Coky se cayó tres veces. Parecía una premonición. Mi marido intentó cogerlo en brazos, pero Coky quería andar. Daba cuatro pasos y se paraba, nos miraba con una cara de profunda tristeza y de resignación, y volvía a andar. Fue su última salida y para nosotros tan doloroso como cuando acompañas a un familiar muy querido hasta el cementerio.
Al llegar a la clínica veterinaria que consta de dos plantas, tuvimos que utilizar el ascensor, pues Coky no podía subir ni bajar escaleras. A Dios gracias, no nos hicieron esperar demasiado. La veterinaria nos hizo pasar a su consulta. Una vez allí, entre ella y yo, subimos a Coky a la mesa de acero. Mi marido se quedó sentado frente a la mesa de la veterinaria. Abracé a Coky y le dije cuánto le quería, que no tuviera miedo, que durmiera en paz, que su “mami” estaba con él. (Dios mío, estoy llorando)….
Él se dejaba hacer. La veterinaria no tuvo dificultades en inyectarle la sustancia que le haría dormir para siempre y Coky dejó de vivir plácidamente.
No me separé de él, hasta que vi que si le soltaba su cabeza se desplomaba y su lengua asomaba lánguida por entre sus mandíbulas. Aún así le pedí el fonendoscopio a la veterinaria para cerciorarme de que mi Coky estaba realmente muerto, y puse mi mano en su hocico para darme cuenta de que realmente había dejado de respirar.
¡Dios mío, si hacía un minuto estaba vivo y nos miraba con ternura y resignación y ahora…..!
Firmamos un papel para que lo incineraran y allí quedó su cuerpo sin vida. Aquel blanco ratoncito que cabía en la palma de la mano, aquel amigo del alma que siempre estaba a nuestro lado, agradecido y contento, aquella mansa e inteligente criatura que enseñaba los dientes si alguien se atrevía a levantarte siquiera la voz… Aquel ser tan importante para nosotros nos había dejado y su vacío no se podrá llenar nunca más, nunca más.
Accedimos, porque estábamos convencidos de que alguna asignatura le quedaría para septiembre, pero mientras, el niño se esforzaría en aprobar.
La sorpresa que nos llevamos fue mayúscula cuando en junio aprobó todas las asignaturas. Así que, inmediatamente nos pusimos a buscar el labrador que le habíamos prometido.
Aquel mismo día vimos un anuncio de un particular cuya perra acababa de parir 11 cachorros. Hablamos con el dueño y, al día siguiente fuimos a La Garriga, población de la provincia de Barcelona, a conocer a la madre y a los pequeños.
La mamá era una preciosa labrador color canela y el padre un labrador color blanco. Once “ratitas” casi ciegas andaban a duras penas por aquel patio. Cabían en la palma de la mano. Elegimos un macho y le dejamos allí para que se alimentara de la madre durante 2 meses.
Pasados estos 2 meses, el dueño del padre (hijo de la dueña de la madre), se llevó a nuestro cachorro a Barcelona, donde vivía. Mi hijo y yo preparamos el coche cubriendo el asiento trasero con un plástico, por si había algún incidente, y una toalla. Recogimos al cachorro y nos fuimos a casa con el nuevo miembro de nuestra familia.
¿Cómo le llamaremos? Y, por el camino, mi hijo y yo empezamos a barajar nombres. Como no llegábamos a nada, le propuse a mi hijo que le llamáramos como a lo que más le gustara en el mundo. Él pensó unos instantes y, resuelto dijo: Coky. Lo que más me gusta es beber Coky. (Así le llamaba él, por entonces, a la Coca-Cola.)
Así que Coky, que aquella noche durmió en una caja de zapatos, se llamó así hasta el día de su muerte, cuando era un perro grande y lustroso que necesitaba una cama enorme para dormir.
Coky fue uno más de la familia desde el día que llegó a casa. En mi niñez y adolescencia siempre estuve rodeada de perros, pero Coky fue alguien muy especial. Realmente especial e irrepetible.
El 23 de Noviembre de aquel año falleció mi padre y estuve dos días fuera de casa. Mi hijo estuvo al cuidado de unos amigos y a Coky le daban de comer y le sacaban a pasear los guardeses de la urbanización, matrimonio maravilloso del que conservamos una gran amistad.
Cuando llegué a casa, Coky corrió a la puerta a recibirme. Sin embargo no saltó, como hacía siempre. Me miró, me olfateó, metió el rabo entre las piernas y me siguió. Le acaricié y le di un beso, como siempre, y me senté en un sillón. Coky no reclamó mi atención, ni me acercó ninguno de los juguetes que estaban allí esparcidos. Simplemente se echó en el suelo, a mi lado, y puso su cabeza sobre mis pies.
Allí estuvo sin moverse durante un buen tato. Me levanté para ir al cuarto de baño y él me siguió. Cuando salí lo encontré sentado junto a la puerta. Me dirigí a mi cuarto y me tumbé en la cama. Coky, subido sobre sus patas traseras pedía que le subiera a a la cama. Lo hice y se acurrucó a mi lado. Al rato me dormí. Cuando desperté, Coky seguía allí, quieto, en la misma posición. Cocky sabía que algo malo sucedía, me notó mal y decidió no dejarme en ningún momento.
Iba a llegar mi niño del colegio, así es que fui a la cocina a prepararle la merienda y a empezar a preparar la cena para distraerme. Cocky se tumbó en la cocina sin dejar de mirarme.
Cuando llegó mi hijo quiso jugar con el perro, le lanzaba su pelota, pero Coky iba hasta allí, olía la pelota y la dejaba en el suelo para volver a la cocina.
Intenté no llorar delante del niño, pues le había explicado la muerte de su abuelo de la manera menos traumática posible, diciéndole que yo no estaba triste porque ahora el abuelo ya no sufría y era un ángel que nos protegía.
Coky no me dejó ni un instante hasta que, después de cenar, mi marido y yo nos metimos en la cama. Parece que, al verme acompañada, se quedó tranquilo y se fue a dormir a su cama.
Entonces sólo tenía 5 meses, pero Coky nos dio infinitas muestras de afecto, de alegría, de cariño y de fidelidad durante toda su vida. Llegabas a casa enfadada, pero él te sacaba una sonrisa y una caricia que te hacía olvidar un mal día.. Si no aceptabas sus juegos, no se enfadaba, sino que esperaba pacientemente a que, cuando te sintieras mejor, le regalaras una caricia. ¿Qué amigo hace eso? Sólo un buen perro. Los humanos tenemos demasiado orgullo y no soportamos sentirnos despreciados.
Coky estuvo con nosotros hasta que cumplió 14 años. Siempre fue un perro sano y fuerte, pero de la vejez no se escapa nadie. Dejó de comer, apenas se podía mover y llegó a no dominar sus esfínteres.
El veterinario nos aconsejó que lo sacrificáramos y, tras pensarlo mucho y, con todo el dolor de nuestro corazón, decidimos poner fin a su vida.
Era sábado por la mañana. Coky acababa de cumplir los 14 años. Sin desayunar, como si quisiéramos que todo terminara lo antes posible, llamamos a Coky. Él no se resistio, casi arrastrándose vino hacia nosotros y bajó la cabeza con resignación para que le pusiéramos la correa.
Creo que él sabía lo que ocurría, pues mi marido y yo apenas hablábamos y por mis mejillas resbalaban lágrimas silenciosas.
Subimos la cuesta, cual monte Calvario y Coky se cayó tres veces. Parecía una premonición. Mi marido intentó cogerlo en brazos, pero Coky quería andar. Daba cuatro pasos y se paraba, nos miraba con una cara de profunda tristeza y de resignación, y volvía a andar. Fue su última salida y para nosotros tan doloroso como cuando acompañas a un familiar muy querido hasta el cementerio.
Al llegar a la clínica veterinaria que consta de dos plantas, tuvimos que utilizar el ascensor, pues Coky no podía subir ni bajar escaleras. A Dios gracias, no nos hicieron esperar demasiado. La veterinaria nos hizo pasar a su consulta. Una vez allí, entre ella y yo, subimos a Coky a la mesa de acero. Mi marido se quedó sentado frente a la mesa de la veterinaria. Abracé a Coky y le dije cuánto le quería, que no tuviera miedo, que durmiera en paz, que su “mami” estaba con él. (Dios mío, estoy llorando)….
Él se dejaba hacer. La veterinaria no tuvo dificultades en inyectarle la sustancia que le haría dormir para siempre y Coky dejó de vivir plácidamente.
No me separé de él, hasta que vi que si le soltaba su cabeza se desplomaba y su lengua asomaba lánguida por entre sus mandíbulas. Aún así le pedí el fonendoscopio a la veterinaria para cerciorarme de que mi Coky estaba realmente muerto, y puse mi mano en su hocico para darme cuenta de que realmente había dejado de respirar.
¡Dios mío, si hacía un minuto estaba vivo y nos miraba con ternura y resignación y ahora…..!
Firmamos un papel para que lo incineraran y allí quedó su cuerpo sin vida. Aquel blanco ratoncito que cabía en la palma de la mano, aquel amigo del alma que siempre estaba a nuestro lado, agradecido y contento, aquella mansa e inteligente criatura que enseñaba los dientes si alguien se atrevía a levantarte siquiera la voz… Aquel ser tan importante para nosotros nos había dejado y su vacío no se podrá llenar nunca más, nunca más.
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